19.12.09


Partíamos de una primera determinación del motivo platónico: distinguir la esencia y la apariencia, lo inteligible y lo sensible, la Idea y la imagen, el original y la copia, el modelo y el simulacro. Pero ya vemos que estas expresiones no son válidas. La distinción se desplaza entre dos tipos de imágenes. Las copias son poseedoras de segunda, pretendientes bien fundados, garantizados por la semejanza; los simulacros están, como los falsos pretendientes, construidos sobre una disimilitud, y poseen una perversión y una desviación esenciales. Es en este sentido que Platón divide en dos el dominio de las imágenes-ídolos: por una parte las copias-iconos, por otra los simulacros-fantasmas.[1]

Podemos entonces definir mejor el conjunto de la motivación platónica: se trata de seleccionar a los pretendientes, distinguiendo las buenas y las malas copias o, más aún, las copias siempre bien fundadas y los simulacros sumidos siempre en la desemejanza.

Se trata de asegurar el triunfo de las copias sobre los simulacros, de rechazar los simulacros, de mantenerlos encadenados al fondo, de impedir que asciendan a la superficie y se «insinúen» por todas partes.


La gran dualidad manifiesta, la Idea y la imagen, no está ahí sino con este fin: asegurar la distinción latente entre los dos tipos de imágenes, dar un criterio concreto. Pues, si las copias o iconos son buenas imágenes, y bien fundadas, es porque están dotadas de semejanza, pero la semejanza no debe entenderse como una relación exterior: no va tanta de una cosa a otra como de una cosa a una Idea, puesto que es la Idea la que comprende las relaciones y proporciones constitutivas de la esencia interna. Interior y espiritual, la semejanza es la medida de una pretensión: la copia no se parece verdaderamente a algo más que en la medida en que se parece a la Idea de la cosa. El pretendiente sólo se conforma al objeto en tanto que se modela (interior y espiritualmente) sobre la Idea. No merece la cualidad (por ejemplo, la cualidad de justo) sino en tanto que se funda sobre la esencia (la justicia). En síntesis, es la identidad superior de la Idea lo que funda la buena pretensión de las copias, y la funda sobre una semejanza interna o derivada. Consideremos ahora el otro tipo de imágenes, los simulacros: lo que pretenden, el objeto, la cualidad, etc., lo pretenden por debajo, a favor de una agresión, de una insinuación, de una subversión, «contra el padre» y sin pasar por la Idea.[2] Pretensión no fundada que recubre una desemejanza como un desequilibrio interno.


Si decimos del simulacro que es una copia de copia, icono infinitamente degradado, una semejanza infinitamente disminuida, dejamos de lado lo esencial: la diferencia de naturaleza entre simulacro y copia, el aspecto por el cual ellos forman las dos mitades de una división. La copia es una imagen dotada de semejanza, el simulacro una imagen sin semejanza.


El catecismo, tan inspirado del platonismo, nos ha familiarizado con esta noción: Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, pero, por el pecado, el hombre perdió la semejanza, conservando sin embargo la imagen. Nos hemos convertido en simulacro, hemos perdido la existencia moral para entrar en la existencia estética. La observación del catecismo tiene la ventaja de poner el acento en el carácter demoníaco del simulacro. Sin duda, aún produce un efecto de semejanza; pero es un efecto de conjunto, completamente exterior, y producido por medios totalmente diferentes de aquellos que operan en el modelo. El simulacro se construye sobre una disparidad, sobre una diferencia; interioriza una disimilitud. Es por lo que, incluso, no podemos definirlo en relación con el modelo que se impone a las copias, modelo de lo Mismo del que deriva la semejanza de las copias. Si el simulacro tiene aún un modelo, es un modelo diferente, un modelo de lo Otro, del que deriva una desemejanza interiorizada.[3]


Tomemos la gran trinidad platónica: el usuario, el productor, el imitador. Si el usuario está en la cima de la jerarquía es porque juzga fines y dispone de un verdadero saber que es el del modelo o de la Idea. La copia podría ser considerada una imitación en la medida en que reproduce el modelo; sin embargo, como esta imitación es noética, espiritual e interior, es una verdadera producción reglamentada por las relaciones y proporciones constitutivas de la esencia. Hay siempre una operación productora en la buena copia y, para corresponder a esta operación, una recta opinión, cuando no un saber. Vemos, pues, que la imitación está determinada a tomar un sentido peyorativo en tanto que no es sino una simulación, que sólo se aplica al simulacro y que designa el efecto de semejanza meramente exterior e improductivo, obtenido a través de astucias o por subversión. Ahí ya no hay ni siquiera recta opinión, sino una especie de hallazgo irónico que ocupa el lugar de un modo de conocimiento, un arte del hallazgo fuera del saber y de la opinión.[4] Platón precisa cómo se obtiene este efecto improductivo: el simulacro comprende grandes dimensiones, profundidades y distancias que el observador no puede dominar. Y porque no los domina, experimenta una impresión de semejanza. El simulacro incluye en sí el punto de vista diferencial; el observador forma parte del propio simulacro, que se transforma y se deforma con su punto de vista.[5] En definitiva, hay en el simulacro un devenir-loco, un devenir ilimitado como el del Filebo donde «lo más y lo menos van siempre delante, un devenir siempre otro, un devenir subversivo de las profundidades, hábil para esquivar lo igual, el límite, lo Mismo o lo Semejante: siempre más y menos a la vez, pero nunca igual. Imponer un límite a este devenir, ordenarlo a lo mismo, hacerlo semejante; y, en cuanto a la parte que se mantuviera rebelde, rechazarla lo más profundamente posible, encerrarla en una caverna al fondo del océano: tal es el objetivo del platonismo en su voluntad de hacer triunfar los iconos sobre los simulacros.



[1] El Sofista, 236b, 264c.

[2] Analizando la relación entre escritura y logos, Jacques Derrida redescubre esta figura del platonismo: el

padre del logos, el propio logos y la escritura. La escritura es un simulacro, un falso pretendiente, por cuanto pretende apoderarse del logos con violencia y engaño, o incluso suplantarlo sin pasar por el padre. Véase «La Pharmacie de Platon», Tel Quel, n. 32, págs. 12 y sigs., y n. 33, págs. 38 y sigs. La misma figura se encuentra en El político: el Bien como padre de la ley, la ley misma, las constituciones. Las buenas constituciones son copias; pero devienen simulacros desde que violan o usurpan la ley, hurtándose al Bien.

[3] Lo Otro, en efecto, no es sólo un defecto que afecta a las imágenes; él mismo aparece como un modelo

posible que se opone al buen modelo de l0 Mismo: véase Teeteto, 176e, Timeo 28b.

[4] Véase La República, X, 602a. Y El Sofista, 268x.

[5] X. Audouard ha señalado este aspecto: los simulacros «son construcciones que incluyen el ángulo del

observador para que la ilusión se produzca desde el punto mismo en el que se encuentra el observador... En realidad, el acento no se pone sobre el estatuto del no ser, sino más bien sobre esa pequeña distancia, ese pequeño torcimiento de la imagen real, que contiene al punto de vista ocupado por el observador y que constituye la posibilidad de construir el simulacro, obra del sofista» («Le Simulacre», Cahiers pour Vanalyse, n. 3).



De “Lógica del sentido” - Gilles Deleuze

[Traducción de Miguel Morey.

Edición Electrónica de http://www.philosophia.cl/

Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. Chile.]

(Páginas 182 y 183.)

http://www.philosophia.cl/biblioteca/Deleuze/L%F3gica%20del%20sentido.pdf