11.3.09

[Estos son algunos trabajos de taller de práctica de la escritura.

(Versiones previas a las devoluciones.)]


PRÁCTICA 1:

Y Enriquito, pibe timidón si los hay, caminó despacio hasta la mercería con Bulto, su perro dogo y diez pesos en el bolsillo ridículo de la chomba que lo embutía.

“Toc, toc, toc…”, repetía mentalmente con cada paso que hacía. Le daba (¿un cierto?) miedo perderse algún paso sin haberle preatribuido un ‘toc’. Entonces caminaba rápido.

Bulto le iba al lado tranquilo, hasta que Rufián, un salchicha salame si los hay, se le fue al humo, echando ladridos agresivos. Ahí el Bulto a Enriquito se le puso incómodo. Pero cuando llegó a la mercería Doña Paula lo sosegó.


PRÁCTICA 2:

Cuando aclara el día el sujeto suele abrir una gran caja desde dentro de la cual saca un objeto blando y brillante que está inserto, a la vez, en un recipiente en apariencia más duro y de color rojo.

Luego lo transporta con ese mismo miembro superior del cuerpo hacia una superficie cuadrada elevada. Pero allí no lo apoya, sino que lo gira y lo sostiene un breve lapso sobre un cilindro transparente que (¿evidentemente?) es de otro material. En ese lapso cae dentro del cilindro un líquido blancuzco. Guarda en la gran caja el recipiente rojo con el objeto blando. Se dirige (o es llevado, aún no lo discierno) nuevamente hacia la superficie elevada. Dobla su cuerpo y lo apoya en un artefacto de líneas rectas (del mismo material que la superficie elevada). Se queda allí, dejando en reposo sus dos miembros inferiores utilizados para desplazarse.

Sí continúa moviendo ahora sus dos largos miembros superiores, con los que alterna estas dos acciones: con uno lleva el cilindro transparente hacia una abertura ubicada en el miembro más alto y esférico de su cuerpo, y allí introduce el líquido blancuzco, mientras que con el otro introduce unos pequeños objetos. Éstos, a diferencia del líquido, permanecen allí un tiempo más prolongado. Durante esta última acción se produce un efecto sonoro (en verdad el sonido es emanado por el cuerpo del sujeto desde dentro de la cavidad de ingreso que mencioné, ahora devenida en una línea curva con el medio de su concavidad apuntando hacia arriba). Pues ese sonido es similar al de esas pequeñas piedras -sobre las que debo orinar- cuando las piso.

(Título: “El gato geómetra”.)


PRÁCTICA 3:

Esta lámpara tiene un pie de un material metálico pintado, muy trabajado, y su pantalla está hecha con un aro del mismo material y tramos de alambres verticales que se unen en un polo superior, el cual termina en una punta. En cada uno de esos alambres hay una serie de caireles pequeños de fantasía enhebrados. Algunos de estos últimos son de color ámbar, y otros transparentes. Aunque, ante el más ligero cambio de perspectiva con la que se los mira, sus facetas adquieren el tornasol característico.

De costado se ve casi igual que de frente. Pero se (¿descubre?/¿nota?) un cable blanco y viejo que se asoma por el costado de la base del pie. Y en la punta del cable, un pequeño enchufe de dos patas.

Desde abajo se ve un círculo de cartón roto, los portalámparas, una sola lamparita puesta (que está bastante sucia), el cable saliendo desde el costado, y círculos concéntricos formados por caireles.

Desde dentro de la base no se ve casi nada. Tan solo por una rendija (por donde está roto el cartón) entra luz, y se ve al cable que sale por allí.


PRÁCTICA 4:

No me resultaba para nada difícil elegir el momento en el cual iba a fumar un cigarrillo. Simplemente no lo elegía. Lo ejecutaba y ya. Incluso a algunos cigarrillos asociados a rutinas semanales (el de después de almorzar, el que fumaba al salir de la oficina, el de después de comer algo dulce, etc.) los tenía tan automatizados que, al rato, me costaba recordar si ya los había fumado o no. No eran un problema, sino un placer. Significaban un acompañamiento en las noches de estudio –unos tras otro, sin parar-, y en charlas con amigxs en el patio.

Pero también comenzaron a significar molestias en mi cuerpo. Comencé a detestar levantarme y sentir que respiraba con dificultad, que una bola de nicotina se desparramaba por mis pulmones inundando a los pobres alvéolos. Empecé a reparar en el olor a cigarrillo que quedaba en casa después de una noche dándole al vicio, y se tornó asqueroso para mi olfato (que, al igual que mi sentido del gusto, ya no funcionaba como antes). Lamenté la de monedas que se me iban con cada ‘un cigarrillo suelto, por favor’, y dije ‘basta’. Bueno, en realidad fue Julieta la que dijo ‘basta’, y yo me sumé a su cruzada.

Ahora, después de treinta y cinco días, me siento renovada. Siento que puedo respirar todo el aire que necesite mi sistema respiratorio. Siento que puedo correr un colectivo que diga “Diferencial x Autopista”. Puedo subir los doce pisos del edificio de Perón 990 sin descanso. Voy a hacer vida sana ahora. Voy a hacer dieta. Podría escalar el Aconcagua. Podría correr la maratón esa de diez kilómetros de Nike. Voy a hacer abdominales y a practicar algún arte marcial. Podría hasta pasear veinticuatro mastines napolitanos. Podría atravesar el Canal de Baeagle nadando. Voy a predicar la palabra del señor ese que predica la palabra en el subte en contra del tabaquismo. Podría hacerme de algún club de fútbol femenino de la Provincia de Buenos Aires.

Podría dejarme de fantasear y admitir que cada vez que alguien enciende un cigarrilo se me pianta un lagrimón.


PRÁCTICA 5:

Sívori es un hombre de 39 años. Es delgado, lampiño y tiene una piel muy blanca. Usa anteojos con marco finito y dorado. Lleva su pelo rojizo peinado con gel y una raya al costado tan fija como el maletín que lo acompaña en cada congreso de ingeniería civil. Parece un animal pequeño que debió mimetizarse entre hojas marrones de un árbol en otoño. Todo él es una misma gama.

Su timidez lo devora. Él mismo se sabe retraído. Pero cuando juega pelota vasca con sus compañeros del secundario (quienes lo llaman ‘Ratita’), una garra competitiva se apodera de él.


PRÁCTICA 6:

“Si me disculpan, considero que la pregunta de la señorita no es relevante para la problemática que hemos abordado aquí”, se atrevió Sívori. “Además no contamos con traductores en la sala, y podrían no entenderla todos”, manoteó. Pero al instante quiso ahogarse en sus propias palabras por generar, como supuso, un potencial escándalo académico.

Él tiene una piel muy blanca y su pelo es rojizo. Ese día tenía puesto un traje color ocre y sus anteojos de marco finito y dorado. Parecía un animal pequeño que debió mimetizarse entre las hojas de un árbol en otoño. Todo él era una misma gama.

En cambio Francisca arrojaba todos colores primarios y secundarios posibles, entre la ropa, la bijouterie y los accesorios para el cabello. Un cabello fuerte, negro y brillante que, ese día, olía especialmente a jazmines.

Sívori sintió en el pecho un vacío brusco, como si su corazón se hubiera saltado un latido. “Este es un encuentro interdisciplinario, ¿no?”, contraatacó la mujer, ahora en castellano. “Usted, señor, asume un posición soberbio”, siguió intentando luego con el portuñol esmerado y mirándolo a los ojos. A él le pareció sensato seguir juntando argumentos en silencio para callarla más adelante. Sobre todo porque la tenía más cerca de lo que hubiese querido, y el perfume a jazmines lo estaba empezando a acalorar.


PRÁCTICA 7:

"Parado".

Lo único que quería era estar tranquilo. Había logrado volver, y sé muy bien que ‘lograr’ es un decir. ¿Quién habría tenido la bondad de hacer todos esos trámites engorrosos por mí? ¿Quién habría hecho colas, puesto dinero para sellados, y hablado en nombre de este pobre menesteroso? ¡Cuánta grandeza en una sola alma!... o en todas las que actuaron en pos de un regreso que sólo a las autoridades sanitarias de allá les importaba. Las cosas deberían haber sido más simples para el mundo a mi alrededor. Y las frases hechas deberían estar admitidas, como tantas otras cosas, en mi propio mundo.

Hacía dos semanas que estaba en Buenos Aires. Y una desde que me habían depositado tiernamente en la casita de mis viejos, luego de haber pasado por un hospital, como pasan los coches por el lava autos. Era un lindo día para pasear. Pero lo importante es que era el indicado, el día de salir. Un domingo de febrero en el que las nubes y la brisa les daban tregua a la siesta y a las chicharras. Caprichosamente me regocijaba saber que algún día ese barrio se había llamado Santa Rita.

Estefanía, esa piba ondulada e intrépida, me pasó a buscar.

Tocó el timbre una vez y esperó. No dejó pasar demasiado hasta que lo repitió una vez más –y esa vez hizo que el sonido fuera evidentemente más largo-, porque probablemente está atrás, o en el baño, entonces así lo va a escuchar seguro, y por más que no pueda venir ya ya ya, sabe que estoy acá esperándolo. Cuando la espera comenzó a ser cuestión de minutos –y no de segundos- Estefanía arqueó las cejas y se puso más bien juguetona con el botón, inventando ritmos con una sola nota. Negaba todavía cualquier posibilidad de que yo no fuera a abrirle esa tarde. Miró la hora en su celular, sino me abre en tres minutos tengo que hacer algo... En ese lapso, ya inquieta, golpeó con los nudillos la puerta, a pesar de que ella misma había oído el último ‘ring’ insistente. Golpeó el vidrio de la ventana también, y se le escapó mi nombre en voz bastante alta. Me llamó con su celular. Llamó a Leonardo, que estaba terminando de almorzar con su familia, para preguntarle si en mi hoja de paciente habían otros números de teléfonos de conocidos míos que le fueran útiles. Pero no te alarmes, eh, tal vez salió a comprar algo, y por acá está todo cerrado…

Pasaron más de tres minutos y siguieron los llamados. Vecinos –casi todos inconsultos- resignaron su sobremesa con televisión para poder elaborar las hipótesis pertinentes al siniestro que todavía no era. Se mató, la apuesta más atractiva para esa tarde de domingo de un febrero sin gente en la calle.

Una ambulancia. Dos patrulleros.

Un cana me hizo mierda la puerta y, una vez que revisaron la casa entera sin encontrar rastros, tuvo que quedarse a lamentarlo haciendo guardia, perdiéndose el partido. Pero la que lo lamentaba realmente era Tefi, que no paraba de abanicarse con papeles que no servían para nada, como queriendo ahuyentar comentadores inoportunos. Aquellos peritos linderógrafos, volvieron a sus comedores frescos de persiana baja, ofuscados por no haber visto ningún cuerpo en plena vida de descomposición.

Estefanía se acordó. Yo le había mencionado la planta procesadora de basura abandonada en la que papá había trabajado hasta su último día como sereno. Y había tenido la ocurrencia, también, de contarle que había encontrado la llave del candado. Todos adentro de casa otra vez. Búsqueda intensiva de la dirección de la planta. Dieron con el lugar.

Llegaron, y ya el aspecto exterior del lugar les hablaba de ratas, de montañas de escombros, de pisos con agua, de techos con agujeros. Pero si su espíritu caritativo los había llevado hasta ahí, ¿qué podría detenerlos? En un principio los detuvo la deducción de que un lisiado como yo nunca podría subir tres pisos por escalera. Pero subieron igual, por algo el portón no tiene el candado, los muy inteligentes.

Allí pudieron presenciarlo todo, los penachos de plantas invasoras, que crecían entre las grietas de baldosas y paredes, y que relataban el deterioro del lugar, los pedazos de vidrios rotos de las claraboyas, montones de hojas secas tapando las rejillas de desagüe, a mí.

Me vieron. Yo estaba muy tranquilo balconeando en una de las paredes bajas que daban a un tinglado. Me hablaron. Pero no les respondí porque no tenía ganas. Me pidieron que me aleje de la pared, como si hubiera querido tirarme en algún momento. Estefanía estaba nerviosa, y me decía cosas también. La miré un poquito de reojo y noté su boca deformada de susto. Empezaron a hastiarme con los ruegos, no hay nada que no podamos conversar. Y yo no quería conversar nada. Sólo quería mirar el cielo una tarde de domingo tranquila, mientras charlaba de futbol con papá.